El derecho a leer

lugares comunes
22 mayo, 2012
sursiendo

Lugares comunes

El camino hacia Tycho comenzó para Dan Halbert en la Facultad, cuando Lissa Lenz le pidió que le dejara su computadora. La suya se había averiado, y si no se la pedía a alguien no podría terminar el proyecto semestral. Ella no se habría atrevido a pedírsela a nadie, excepto a Dan. Esto situó a Dan ante un dilema. Tenía que ayudarle, pero si le prestaba su computadora, ella podría leer sus libros. Además de poder ir a prisión durante muchos años por dejar que alguien leyese sus libros, la misma idea de hacerlo le escandalizó al principio.

Igual que a todo el mundo, le habían enseñado desde el parvulario que compartir los libros era repugnante y equivocado, algo que sólo haría un pirata. Y era muy probable que la SPA (Software Protection Authority, Autoridad para la Protección del Software) les descubriese. Dan había aprendido en su clase de Software que cada libro tenía un chivato de copyright que informaba a la Central de Licencias de quién, dónde y cuando lo leía (esta información se utilizaba para perseguir a piratas de la lectura, pero también para vender perfiles de intereses personales a comerciantes).

La próxima vez que su computadora se conectase a la red, la Central de Licencias sería informada. Él, como dueño de una computadora, podría recibir el castigo más severo, por no tomar medidas para prevenir el delito. Por supuesto, podría ser que Lissa no quisiera leer sus libros. Podría querer la computadora sólo para escribir su proyecto. Pero Dan sabía que ella era de una familia de clase media, y que a duras penas podía pagar la matrícula, y menos aún las cuotas de lectura. Puede que leer los libros de Dan fuese para ella la única forma de terminar los estudios. Sabía lo que era eso: él mismo había tenido que pedir un préstamo para poder pagar los artículos de investigación que leía (el 10% de los ingresos por ese concepto iba a parar a los investigadores que habían escrito los artículos. Como Dan pretendía dedicarse a la investigación, tenía esperanzas de que algún día sus propios artículos, si eran citados frecuentemente, le proporcionarían el dinero necesario para pagar el préstamo).


Más tarde Dan supo que había habido un tiempo en el que cualquiera podía ir a una biblioteca y leer artículos de revistas especializadas, e incluso libros, sin tener que pagar. Había estudiantes independientes que leían miles de páginas sin tener becas de biblioteca del Gobierno. Pero en los años noventa tanto los editores de revistas sin ánimo de lucro como los comerciales habían comenzado a cobrar cuotas por el acceso a sus publicaciones. Hacia el año 2047 las bibliotecas que ofrecían acceso libre a la literatura académica eran un recuerdo lejano. Naturalmente había formas de engañar a la SPA y a la Central de Licencias. Eran, por supuesto, ilegales. Dan había tenido un compañero en la clase de Software, Frank Martucci, que había conseguido una herramienta ilegal de depuración, y la había utilizado para saltarse el código del chivato de copyright cuando leía libros. Pero se lo había contado a demasiados amigos, y uno de ellos le delató a la SPA para obtener una recompensa (los estudiantes muy endeudados eran fácilmente tentados por la traición).

En 2047 Frank estaba en la cárcel, no por practicar la piratería de la lectura, sino por poseer un depurador. Dan supo más tarde que hubo un tiempo en el que cualquiera podía poseer herramientas de depuración. Incluso había herramientas de depuración libres, disponibles en CD, o en la red. Pero los usuarios normales comenzaron a utilizarlas para saltarse los chivatos de copyright, y llegó un momento en que un juez estimó que éste se había convertido en el principal uso de los depuradores. Esto provocó que pasasen a ser ilegales, y se encarcelara a quienes los desarrollaban. Naturalmente, los programadores aún necesitaban herramientas de depuración, pero en el año 2047 los vendedores de depuradores sólo distribuían copias numeradas, y sólo a programadores con licencia oficial, y que hubiesen depositado la fianza preceptiva para cubrir posibles responsabilidades penales. El depurador que utilizó Dan en la clase de software estaba detrás de un cortafuegos especial para que sólo lo pudiese utilizar en los ejercicios de clase. También era posible saltarse los chivatos de copyright si se instalaba un kernel modificado. Más adelante, Dan supo que habían existido kernels libres, incluso sistemas operativos completos libres, hacia el fin del siglo anterior. Pero no sólo eran ilegales, como los depuradores, sino que no se podían instalar sin saber la contraseña del superusuario del sistema. Y ni el FBI ni el Servicio de Atención de Microsoft iban a decírtela.

Dan acabó por concluir que no podía dejarle la computadora a Lissa. Pero tampoco podía negarse a ayudarle, porque estaba enamorado de ella. Le encantaba hablar con ella. Y el que le hubiera escogido a él para pedir ayuda podía significar que ella también le quería. Dan resolvió el dilema haciendo algo aún más inimaginable: le dejó la computadora, y le dijo su contraseña. De esta forma, si Lissa leía sus libros, la Central de Licencias creería que era él quién los estaba leyendo. Aunque era un delito, la SPA no podría detectarlo automáticamente. Sólo se darían cuenta si Lissa se lo decía. Por supuesto, si la Facultad supiese alguna vez que le había dicho a Lissa su propia contraseña, sería el final para ambos como estudiantes, independientemente de para qué la hubiese utilizado ella. La política de la Facultad era que cualquier interferencia con los medios que se usaban para realizar seguimientos del uso de las computadoras por parte de los estudiantes era motivo suficiente para tomar medidas disciplinarias. No importaba si se había causado algún daño: la ofensa consistía en haber dificultado el seguimiento por parte de los administradores. Asumían que esto significaba que estabas haciendo alguna otra cosa prohibida y no necesitaban saber qué era. Los estudiantes no solían ser expulsados por eso. Al menos no directamente. Se les prohibía el acceso al sistema de computadoras de la Facultad, por lo que inevitablemente suspendían todas la asignaturas. Posteriormente Dan supo que este tipo de política universitaria comenzó en la década de los ochenta del siglo pasado cuando los estudiantes universitarios empezaron a utilizar masivamente las computadoras. Anteriormente, las Universidades mantenían una política disciplinaria diferente: castigaban las actividades que eran dañinas, no aquéllas que eran simplemente sospechosas.

Lissa no delató a Dan a la SPA. La decisión de Dan de ayudarle les condujo al matrimonio, y también a cuestionarse las enseñanzas que habían recibido de pequeños sobre la piratería. La pareja comenzó a leer sobre la historia del Copyright, sobre la Unión Soviética y sus restricciones para copiar, e incluso la Constitución original de los Estados Unidos. Se trasladaron a Luna City, donde encontraron a otros que también se habían apartado del largo brazo de la SPA. Cuando la sublevación de Tycho comenzó en 2062, el derecho universal a la lectura se convirtió en uno de sus objetivos principales.

De «El camino a Tycho», una colección de artículos sobre los antecedentes de la Revolución Lunar,
publicado en Luna City en 2096. Copyright 1996 Richard Stallman.
Se permite la copia literal siempre que se incluya esta nota.
Este artículo apareció en el número de febrero de 1997 de Communications of the ACM
(volumen 40 numero 2).

 @Sursiendo